Gonzalo Rojas
Domingo 11 de Mayo de 2008
Una célula del MIR, que incluye a una cineasta, es detenida en el sur. Esta relación que parece tan curiosa entre los miristas y el cine, nada tiene de extraordinario. La vida misma de los terroristas y subversivos de los últimos 50 años ha pretendido ser una película. Si Dostoievski, Conrad y Chesterton llevaron un siglo atrás la figura del ponebombas a la novela, los imitadores contemporáneos de esos anarquistas endemoniados han preferido el celuloide para proyectarse. Ya se sabe, la imagen puede más.
Pero no, no es que los guerrilleros y terroristas hayan usado el cine para darse a conocer: eso habría sido una simple técnica de propaganda (y a veces lo han hecho: Carmen Castillo y, ahora, Elena Varela lo confirman). Lo que han intentado ha sido más radical y decisivo: convertir todas sus vidas en escenas de un guión, trasladarse desde sus realidades de jóvenes normales al mundo de la ficción, en el que se transformarían, han pensado ellos, en los actores de una trama con final feliz, pero configurada por escenas tan inesperadas como chocantes.
En Chile, particularmente, miristas, frentistas, lautaristas (y cómo olvidar a la VOP y su corta pero cinematográfica actuación) han nacido, se han desarrollado y han muerto, como si el mundo real, del que se desgajaron voluntariamente, fuera un gran escenario en el que, de cuando en cuando, debían aparecer, no con diálogos románticos ciertamente, sino a sangre y fuego, a bomba y pistoletazo. Y también, escapándose de la cárcel con toda espectacularidad.
El propio Che vivió una existencia de película y, como no podía ser de otro modo, su vida se ha terminado convirtiendo ya en celuloide. Diarios de Motocicleta podría haber incluido -obviamente Robert Redford no lo hizo- este animante párrafo que escribió Guevara en su obra original: "Loco de furia, impregnaré mi rifle de rojo mientras destrozo a todo enemigo que caiga en mis manos; me expando al oler la pólvora y la sangre; con las muertes de mis enemigos me preparo para la lucha sagrada y me uno al proletariado triunfante con un grito bestial". Todo un guión para la puesta en escena de tantas vidas juveniles impregnadas de afanes de grandeza. El Che, qué actor, qué modelo.
Jóvenes idealistas los llamó Allende, porque conocía bien la tendencia revolucionaria a vivir desde un mundo de fantasía.
Es cierto que conspiración, infiltración y subversión no parecen palabras muy artísticas, sino sólo las que han caracterizado a esos grupos asistémicos. Pero el sentido más profundo de esos términos los vincula también con esa autoexclusión que el artista verdadero se impone a sí mismo, para regresar después a la realidad que considera banal, y transformarla así desde esos mundos superiores que sólo él, el iluminado, conoce y domina.
Nada de extraño pues, que las artes visuales de las décadas en que se multiplicaron los terroristas y los subversivos se hayan llamado también a sí mismas, rupturistas. (Sí, el tipo que condena a un perro a morir artísticamente de hambre, y el otro sujeto que pide aniquilar peces dentro de una juguera, esos y otros tantos creativos, no son más que el correlato -dentro de una pulcra galería- de lo que han sido los miristas o los frentistas, los lautaristas o los vopistas, en las calles y en los campos de Chile).
Ese artista frustrado que aparece siempre en todo terrorista y ese terrorista frustrante en que se han convertido algunos artistas, tienden a converger. "Es necesario llevar en sí mismo un caos para poner en el mundo una estrella danzante", escribió Nietzsche, inspirándolos a unos y a otros.
Pero la culpa también ha sido de los espectadores, de los que asistimos cada cierto tiempo a las dramáticas funciones que montan estos artistas del terror (el grupo mirista recién capturado asesinó el 2005 a dos personas en Machalí, en un asalto en el que además perdió a dos de sus integrantes: todo, de película). Simplemente nos escandalizamos de sus crueldades, criticamos su sangrienta puesta en escena y, terminada cada representación, nos retiramos a nuestros hogares indignados por el espectáculo.
En Chile nunca hemos sido capaces de salir a la calle a repudiar masivamente el arte criminal de estos grupos. En el País Vasco, sí; en España entera, sí; y en tantas otras latitudes, sí. Parece que acá, por mala que sea la película, por pobres que sean sus actores, por repetidas que sean sus escenas criminales, no hay voluntad de reintegrarlos a la realidad.
Sí, entre los terroristas y el cine ha habido siempre una especial intimidad. Lo novedoso es que sea el Fondart, el Estado de Chile, el que financie ahora esa relación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario